CUANDO he visto a mi señora Leire anunciando una Ley Integral de Igualdad de Trato y No Discriminación (las mayúsculas que no falten) me he acordado de aquella impagable quintilla del gran Leonardo Castellani: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Fontova. / Y me pongo a preguntar: / ¿Querrá verse sin joroba / o nos querrá jorobar?». Pero, antes de que me apliquen retroactivamente la anunciada ley, quiero precisar que la mención a ese Fontova de la quintilla en modo alguno sugiere que mi señora Leire sea contrahecha o corcovada, pues a la vista salta que es —como diría el buen Sancho de Dulcinea— «moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho», adornada de toda suerte de prendas físicas y morales: una chica, en fin, «preparadísima, hábil y discreta», como la definiera en ocasión famosa el alcalde de Valladolid, y como conviene a un gobierno que es honra y prez del hispánico predio.
Y puesto que nada tiene de jorobada mi señora Leire, luna resplandeciente entre todas las esferas que pueblan el empíreo cielo (desde cuyo balcón acertó a vislumbrar la gozosa conjunción astral que derramaría bienes sobre el orbe terráqueo), hemos de concluir que, en efecto, nos querrá jorobar. Siendo la igualdad y la prohibición de toda discriminación principios rectores de nuestro ordenamiento, la ley anunciada parece del todo superflua; salvo que... bajo tan rimbombante título encubra una intención diversa a la que enuncia. «Se trata de construir una sociedad que no humille a nadie y también una sociedad que no permita que nadie sea humillado», nos ha aleccionado mi señora Leire. Y en esa expresión —«construir una sociedad»— que con singular donaire ha deslizado, como las damas de alcurnia deslizan un cuesco sin inmutar la sonrisa, se cifra el sentido de tan rimbombante ley, que no es otro sino proseguir la hoja de ruta trazada hace siete años por el gobierno de nuestro ínclito Zapatero, espejo de príncipes y caballeros; hoja de ruta que no ha rectificado ni un ápice desde entonces y que ha demostrado ser la única línea de actuación coherente de su gobierno, el único empeño en el que nuestro esforzado paladín no ha titubeado, así llovieran crisis económicas o sapos del cielo. Y esa hoja de ruta es la marcada por la ideología de género.
¿Y qué propugna la ideología de género? Pues propugna que la diferencia entre los sexos no es algo natural, sino el producto de prácticas sociales represoras que conviene aniquilar. Propugna que la diferencia sexual entre el varón y la mujer no es una realidad innata propia del ser humano; y que sólo existen géneros: es decir, roles sociales optativos en la conducta sexual del individuo. Para la ideología de género el sexo no es algo determinado por el nacimiento, sino la consecuencia de una elección o deseo. Y cualquiera que ose pronunciarse contra tales apriorismos demenciales será inmediatamente jorobado por esta ley, que considerará reo de homofobia a quien sostenga que el matrimonio es la unión de personas de distinto sexo, o de inductor al machismo a cualquiera que se atreva a deslizar una ironía contra mi señora Leire; y, para acabar de jorobar a los réprobos, la anunciada ley pretende crear una suerte de tribunal policial, encargado de vigilar la conducta social y de ejercer acciones judiciales contra los réprobos, que tendrán —en un flagrante caso de prueba diabólica— que demostrar su inocencia si no desean ser castigados. Así se «construye una sociedad» en la que brillan luminarias como mi señora Leire, día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura.
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